Warfare: Alex Garland desconecta el simulacro
El director reconstruye una misión real en Irak como vehículo de derroche técnico y búsqueda de respuestas
Un soldado herido cae al suelo. El resto del pelotón duda: ¿aguantar o evacuar? Afuera suenan disparos sin rostro. Dentro, la espera se alarga, tensa, desorientada. Así arranca Warfare, la nueva película de Alex Garland codirigida con el excomando Ray Mendoza, y así se mantiene durante 95 minutos que rehúyen los atajos del género y apuestan por mostrar el combate con una crudeza inusual.
El resultado, sin embargo, no ha llegado sin polémica. Hay quien ya la ha tachado de película de propaganda, de blanquear la maquinaria militar estadounidense, de humanizar solo a un lado del conflicto. Las acusaciones no sorprenden. En una época en la que el relato lo es todo, una película como esta —sin voz en off, sin tesis explícita, sin subrayados críticos— puede parecer ambigua. O peor: condescendiente.
Garland lo sabe. Lo dijo abiertamente en su visita promocional en Madrid (https://www.epe.es/es/espana/madrid/20250415/alex-garland-guerra-hiperrealista-warfare-116386512) cuando un periodista cuestionó si los títulos finales rendían homenaje solo a los soldados estadounidenses, dejando fuera a las víctimas civiles iraquíes. “No es un homenaje”, contestó el director. “Es una nota sobre un grupo de jóvenes sin rostro que estuvieron allí. No glorificamos nada. Solo mostramos lo que sucedió”.
Warfare no es exactamente cine bélico. O quizá es más bien cine sobre la guerra. Porque no hay épica, ni redención, ni flashbacks con música triste. Hay cuerpos exhaustos, decisiones confusas, miedo crudo. Y una cámara que se niega a mirar hacia otro lado.
Cuando el tiempo no se puede editar
El truco (si se le puede llamar así) es el tiempo real. En Warfare, el espectador no tiene más información que los personajes. No hay salto temporal ni elipsis que le alivie. Lo que ocurre, ocurre. Así. Sin trampa ni cartón. Como si alguien hubiera clavado una cámara en el infierno y dejara que la tensión se cocinase sola.
No es la primera vez que el cine juega con esa idea. La referencia más evidente es Son of Saul (László Nemes, 2015), que sigue durante 107 minutos a un prisionero del Sonderkommando en Auschwitz. La cámara pegada a la nuca, el fuera de campo como cuchillo, la asfixia como principio estético. Pero donde Son of Saul se mueve por laberintos mentales y morales, Warfare opta por lo físico, lo táctico, lo sensorial. Es menos simbólica, más abrasiva.
Otra rareza que resuena aquí es Utoya, 22 de julio (Erik Poppe, 2018), que recrea en plano secuencia el atentado en la isla noruega. Y sí, también está 1917 (Sam Mendes, 2019), con su falso plano secuencia y su mirada coreografiada. Pero lo que hace Garland es menos espectáculo y más colisión. Como si alguien metiera una GoPro en el corazón de un tiroteo y dijera: “haz lo que puedas con esto”.
La guerra, sin glamour
Más allá del tiempo real, lo que impacta de Warfare es su resistencia al lirismo. Aquí no hay camaradería épica ni arengas de última hora. Hay gritos. Hay aburrimiento. Hay soldados que no entienden qué está pasando. Civiles que no saben si serán evacuados o ejecutados. Decisiones tomadas sin contexto. La película enseña lo que otros suelen cortar: la espera, el error, el miedo desnudo.
En esa línea, resuenan ecos de The Outpost (Rod Lurie, 2019), basada también en un caso real en Afganistán, con un enfoque hiperrealista del combate. O Restrepo (2010), el documental brutal de Sebastian Junger y Tim Hetherington, que sigue a un pelotón en el valle de Korengal sin entrevistas ni narración externa. También Come and See (Elem Klimov, 1985), aunque aquella es más pesadilla que testimonio, una película que te deja con la psique agujereada.
Cine sin consuelo
Garland no oculta que la película puede incomodar. En una de sus intervenciones durante la presentación en Madrid, reflexionó en voz alta sobre la falta de distancia emocional: “Estoy esperando que algún crítico me diga que sí, que hubo una película checa en los años 60 que ya hizo esto. Pero todavía no ha pasado”.
Y tampoco evita el tema incómodo: qué pasa cuando un adolescente de 17 años decide alistarse al ejército. “Muchas veces esa decisión se toma con 14 o 15. Y tiene que ver con lo que ha visto. Con cómo se representa la guerra en el cine”, apuntó. “Aceptamos que la publicidad influye en la gente, pero actuamos como si el cine no lo hiciera. Y eso es ridículo”.
Por eso Warfare evita cualquier tentación de embellecer. Ni banda sonora emocional, ni planos ralentizados, ni discursos de cierre. Los soldados (interpretados por D’Pharaoh Woon-A-Tai, Will Poulter, Joseph Quinn, Charles Melton) no brillan: se arrastran, cargan con cuerpos, dudan, se equivocan. La película no es, desde luego, un ejercicio de encumbramiento.
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Un tema un tanto sorprendente en Semana Santa, tengo que decirlo. Aun así, da muchas ganas de ir a ver la película.
¡Fenomenal!