Let there be rock: sobre vivir, quedarse y llegar tarde
Ver a AC/DC en el siglo XXI y otras paradojas espacio-temporales
Esta Cápsula llega dos días tarde. No por bloqueo ni por vértigo de la página en blanco. He pospuesto la entrega porque necesitaba estar allí. El sábado por la noche, en el estadio Metropolitano, rodeado de 68.000 personas con cuernos de plástico rojo y camisetas negras desteñidas, viendo a AC/DC en directo en 2025. No lo escribo como periodista (que también, la crónica, aquí). Lo escribo como alguien que, a los 14 años, compró en una Virgin Megastore de Dublín el cassette de Back in Black sin ser heavy, sin entender bien qué estaba haciendo. Véis la foto en la que, con mi amigo Paco (el guapo) poso en el centro de Dublín, un verano del extinto siglo XX. Llevo una beisbolera prestada porque alguien le di un tirón a la hombrera de mi chaqueta de cuero y fue imposible encontrar un remache metálico. Ese verano cambiaron muchas cosas. Me compré la cinta de AC/DC, The Killing Joke de Alan Moore y Brian Bolland, camisetas de The Clash y Guns and Roses y descubrí a The Pixies gracias a mi amiga Cuca.
Lo escribo como alguien que nunca pensó que los vería
Aquel cassette no respondía a una lógica clara. No me gustaba especialmente el rock duro. Lo compré como quien lanza una bengala en la niebla de la adolescencia, buscando algo. La portada era negra, como el silencio. Las letras, blancas, como un epitafio. La música, seca y rotunda, era más una actitud que una propuesta sonora. Y eso, sin entenderlo, se quedó. Lo conjugaba con Otis Redding y una cinta de George Michael que me grabó mi prima. Nunca fui heavy. Nunca me gustaron Metallica. Pero “Back in black” era otra cosa.
Décadas después, AC/DC siguen en pie. No por nostalgia. Por obstinación. Angus Young, 70 años, sigue haciendo su baile a una pierna con un uniforme escolar que se ha vuelto un uniforme de guerra. Brian Johnson, 77, canta gracias a un dispositivo incrustado en el cráneo. La formación ya no es la original —ni siquiera la clásica—, pero la energía es la misma. O más bien: es otra, pero sirve.
A estas alturas del siglo XXI, ver a un grupo como AC/DC no es un acto musical. Es un acto de resistencia. Es asistir al último latido visible de un siglo que ya no existe.
Porque esto no va de AC/DC. Va del hecho de que todavía puedan existir. Va del asombro que provoca su presencia en un mundo donde todo ha aprendido a desaparecer rápido. Las bandas nacen, suben a TikTok y se diluyen. El streaming lo convierte todo en agua. Lo nuevo dura horas. Lo viejo, si sobrevive, es por puro milagro.
En ese contexto, AC/DC son lo contrario del presente. Son anacrónicos en todo: en el sonido, en la puesta en escena, en el lenguaje, en el físico. No tienen coreografías. No tienen visuales modernos. No se han reinventado. No han hecho una gira de despedida, ni un documental con plano de dron y testimonios emotivos. Solo están. Suben, tocan, bajan. Como siempre. Como si el tiempo no contara.
Y sin embargo, lo hace. Cuerpos que no obedecen igual. Voces que se astillan. Huesos que crujen. Pero también: una energía extraña, desobediente, que lo cubre todo. El talento ya no es el de antes, ni falta que hace. Lo que importa es el impulso. La voluntad. La inercia de seguir cuando todo alrededor te pide que pares.
He pensado mucho últimamente en eso: en cómo el siglo XXI ha convertido la permanencia en rareza. En cómo lo duradero parece sospechoso. En cómo se celebra el inicio y se desprecia la continuidad. La cultura se ha vuelto adolescente: ansiosa, fugaz, hiperconectada pero desvinculada de sí misma.
Y sin embargo, ahí estaba yo, viendo a una banda fundada en 1973 poner en pie a un estadio entero en 2025. Sin efectos. Sin giros. Sin giros de guion.
Y pensé en lo que eso significa para nosotros, los que nacimos en la frontera entre siglos. Los que crecimos con Walkman y ahora vivimos entre algoritmos. Los que cambiamos de piel demasiadas veces. Los que ya no sabemos bien qué significa “ser de algo”. AC/DC no nos salvarán. Pero nos recuerdan algo esencial: que el tiempo, a veces, se puede desafiar. Que no todo tiene que ser nuevo. Que no todo tiene que ser mejor. Que hay una forma de seguir adelante que no se basa en adaptarse, sino en insistir.
Tal vez AC/DC ya no sean lo que fueron. Pero ¿quién lo es? Y, más aún: ¿quién quiere serlo?
Lo verdaderamente revolucionario, hoy, no es cambiar. Es quedarse. Permanecer. Resistir sin disfraz. Envejecer sin miedo. Tocar una canción por enésima vez y que aún signifique algo.
Por eso esta columna llega tarde. Porque necesitaba verla. Porque escribir desde el recuerdo no sirve. Porque hay cosas que solo se entienden con el cuerpo. Con los oídos temblando. Con los ojos clavados en una figura diminuta tocando un solo sobre una pasarela iluminada. Porque no todos los milagros son silenciosos. Algunos suenan a 120 decibelios.
Y porque, aunque no sea heavy —ni lo haya sido nunca—, entendí algo allí: no se trata de ser parte de una tribu. Se trata de reconocer la voluntad cuando la ves. Y de celebrarla. Aunque sea desde la grada, con tapones en los oídos y los pies doloridos.
Let there be rock, sí. Pero también: let there be constancia.
Un abrazo gigante,
Gracias por leer hasta aquí
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